Hoy es lunes de invierno en Manizales. Caen delgadas agujas desde el amanecer. Una fina neblina rodea la ciudad y un aire frío se cuela por ventanas y boca. Acabó de llegar a mi apartamento en busca de un libro para mi trabajo y no lo he encontrado. Llevo horas de búsqueda y en cambió volvía ver una vieja edición de un libro sobre el surrealismo, publicado por el francés Yves Duplessis en 1953. La versión que tengo vertida al castellano es de J- E Cirlot para Salvat Editores.
Es un obsequio de un amigo sacerdote que robó, digamos mejor, tomó prestado para mí. Pero no es del surrealismo de lo que quiero escribir. Es sobre el libro como objeto. Este libro lleva 57 años rodando desde España hasta América. Cómo llegó a Colombia, en manos de quién vino, por qué terminó en mi biblioteca. Esas preguntas no las resolveré nunca.
Un libro es un objeto, tan simple como una piedra y tan útil como un martillo. Me he movido entre libros la mayor parte de mi vida. Heredé la biblioteca de mi padre y la mía crece como la hierba, además trabajo a su alrededor. Ahora me preguntó desde el oficio de escritor ¿qué es un libro? Y me dejó llevar por mi mente hasta la fecha en que hicieron este ejemplar de El surrealismo en Barcelona. Borges dice que un libro es la extensión de la memoria. Lo creo.
Un libro es un objeto. Y poco lo hemos mejorado. Los primeros aparecieron hace 2000 años. En todas las culturas se han encontrado primigenios intentos de encuadernación a manera de libro desde las planchas de barro de Mesopotamia, los papiros, los rollos griegos y romanos. Recordemos que grandes ciudades los almacenaron y los protegieron: Alejandría y Atenas. Acaso podríamos imaginar un mundo sin libros. Pero así no empezó todo. El conocimiento se daba por la comunicación oral. Un conocimiento primitivo pero eficaz. Volátil y poco duradero, el habla tuvo que buscar una forma de perpetuarse y nacieron los dibujos como manera de prolongar la memoria en palabras de Borges. La literatura era verbal, los grandes poemas como la Ilíada y la Odisea se pasaban de generación en generación a través de la conversación. Teníamos el habla pero no el lenguaje escrito hasta que los fenicios lo inventaron. Ya teníamos un código para leer pero no donde escribir. Nuestras mentes echaron mano de todo aquello que sirviera para tal fin como madera, hojas, cera, en fin. Llegó la época del papel y luego (en 1439) Gutenberg inventa la imprenta. Todo cambió.
Hoy en esta fría tarde de abril, veo mi biblioteca, recuerdo a McLuhan y su sentencia a la desaparición del libro. Tantos nombres han vaticinado su extinción. Estamos en el año 2010. Ahora escribo no sobre papel sino en un sistema virtual para virtuales lectores. Tengo en mi mesa de trabajo un libro que cumple 57 años y me pregunto ¿de qué está hecho un libro? De celulosa y tinta y alma. Se sabe que un cedé guarda la información por 20 años, nuestras memorias portátiles duran poco y nuestros sistemas tecnológicos cambian a una velocidad inimaginable haciendo que nuestras formas de almacenamiento de información queden obsoletas al poco tiempo de ser inventadas. Pero los libros siguen allí. Han superado un largo camino. Uno que ha durado milenios. Ellos llevan parte del espíritu de su creador. Basta posar nuestros dedos sobre su tapa, abrirla e iluminarnos para siempre. Son compañía. Nutren nuestros sueños. Alimentan nuestras esperanzas. Guardan nuestra historia y nuestro conocimiento.
Han sobrevivido a las civilizaciones, guerras, la feroz naturaleza y al fuego. Su recorrido ha sido arduo y difícil. Son sin duda uno de los mejores inventos del hombre y están al alcance de quien se atreva a bajarlos de una estantería a visitar una biblioteca o a robarlos como hizo mi amigo sacerdote con el ejemplar que suscitó este artículo.
Allí están disputando codo a codo la preferencia de los consumidores, la venta en vitrinas contra computadores portátiles y teléfonos móviles.
Llueve, hay frío y la neblina hace más oscura la tarde. Este es un buen momento para aprovechar la soledad de mi apartamento y leer…